lunes, 29 de agosto de 2011

Elo­gio de la Lec­tura y La Ficción


Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del her­mano Jus­ti­niano, en el Cole­gio de la Salle, en Cocha­bamba (Boli­via). Es la cosa más impor­tante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años des­pués recuerdo con niti­dez cómo esa magia, tra­du­cir las pala­bras de los libros en imá­ge­nes, enri­que­ció mi vida, rom­piendo las barre­ras del tiempo y del espa­cio y per­mi­tién­dome via­jar con el capi­tán Nemo veinte mil leguas de viaje sub­ma­rino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Por­tos y Ara­mís con­tra las intri­gas que ame­na­zan a la Reina en los tiem­pos del sinuoso Riche­lieu, o arras­trarme por las entra­ñas de París, con­ver­tido en Jean Val­jean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lec­tura con­ver­tía el sueño en vida y la vida en sueño y ponla al alcance del peda­cito de hom­bre que era yo el uni­verso de la lite­ra­tura. Mi madre me contó que las pri­me­ras cosas que escribí fue­ron con­ti­nua­cio­nes de las his­to­rias que lela pues me ape­naba que se ter­mi­na­ran o que­ría enmen­dar­les el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: pro­lon­gando en el tiempo, mien­tras cre­cía, madu­raba y enve­je­cía, las his­to­rias que lle­na­ron mi infan­cia de exal­ta­ción y de aventuras.

Me gus­ta­ría que mi madre estu­viera aquí, ella que solía emo­cio­narse y llo­rar leyendo los poe­mas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y tam­bién el abuelo Pedro, de gran nariz y calva relu­ciente, que cele­braba mis ver­sos, y el tío Lucho que tanto me animó a vol­carme en cuerpo y alma a escri­bir aun­que la lite­ra­tura, en aquel tiempo y lugar, ali­men­tan tan mal a sus cul­to­res. Toda la vida he tenido a mi lado gen­tes así, que me que­rían y alen­ta­ban, y me con­ta­gia­ban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y sin duda, tam­bién, a mi ter­que­dad y algo de suerte, he podido dedi­car buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y mara­vi­lla que es escri­bir, crear una vida para­lela donde refu­giar­nos con­tra la adver­si­dad, que vuelve natu­ral lo extra­or­di­na­rio y extra­or­di­na­rio lo natu­ral, disipa el caos, embe­llece lo feo, eter­niza el ins­tante y torna la muerte un espec­táculo pasajero.

No era fácil escri­bir his­to­rias. Al vol­verse pala­bras, los pro­yec­tos se mar­chi­ta­ban en el papel y las ideas e imá­ge­nes des­fa­lle­cían. ¿Cómo reani­mar­los? Por for­tuna, allí esta­ban los nues­tros para apren­der de ellos y seguir su ejem­plo. Flau­bert me enseñó que el talento es una dis­ci­plina tenaz y una larga pacien­cia. Faulk­ner, que es la forma –la escri­tura y la estruc­tura– lo que engran­dece o empo­brece los temas. Mar­to­rell, Cer­van­tes, Dickens, Bal­zac, Tols­toi, Con­rad, Tho­mas Mann, que el número y la ambi­ción son un impo­nen­tes en una novela como la des­treza esti­lís­tica y la estra­te­gia narra­tiva. Sar­tre, que las pala­bras son, actos y que una novela una obra de tea­tro, un ensayo, com­pro­me­ti­dos con la actua­li­dad y las mejo­res opcio­nes, pue­den cam­biar el curso de la his­to­ria. Camus y Orwell, que una lite­ra­tura des­pro­vista de moral es inhu­mana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actua­li­dad tanto como en el tiempo de los argo­nau­tas, la Odi­sea y la Ilíada.

Si con­vo­cara en este dis­curso a todos los escri­to­res a los que debo algo o mucho sus som­bras nos sumi­rían en la oscu­ri­dad. Son innu­me­ra­bles. Ade­más de reve­larme los secre­tos del ofi­cio de con­tar, me hicie­ron explo­rar los abis­mos de lo humano, admi­rar sus haza­ñas y horro­ri­zarme con sus des­va­ríos. Fue­ron los ami­gos más ser­vi­cia­les, los ani­ma­do­res de mi voca­ción, en cuyos libros des­cu­brí que, aun en las peo­res cir­cuns­tan­cias, hay espe­ran­zas y que vale la pena vivir, aun­que fuera sólo por­que sin la vida no podría­mos leer ni fan­ta­sear historias.

Algu­nas veces me pre­gunté si en paí­ses como el mío, con esca­sos lec­to­res y tan­tos pobres, anal­fa­be­tos e injus­ti­cias, donde la cul­tura era pri­vi­le­gio de tan pocos, escri­bir no era un lujo solip­sista. Pero estas dudas nunca asfi­xia­ron mi voca­ción y seguí siem­pre escri­biendo, incluso en aque­llos perio­dos en que los tra­ba­jos ali­men­ti­cios absor­bían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la lite­ra­tura flo­rezca en una socie­dad fuera requi­sito alcan­zar pri­mero la alta cul­tura, la liber­tad, la pros­pe­ri­dad y la jus­ti­cia, ella no hubiera exis­tido nunca. Por el con­tra­rio, gra­cias a la lite­ra­tura. a las con­cien­cias que formó. a los deseos y anhe­los que ins­piró, al desen­canto de lo real con que vol­ve­mos del viaje a una bella Fan­ta­sía, la civi­li­za­ción es ahora menos cruel que cuando los con­ta­do­res de cuen­tos comen­za­ron a huma­ni­zar la vida con sus fábu­las. Sería­mos peo­res de lo que somos sin los bue­nos libros que len­tos, más con­for­mis­tas, menos inquie­tos e insu­mi­sos y el espí­ritu crí­tico, mecer del pro­greso, ni siquiera exis­tida. Igual que escri­bir, leer es pro­tes­tar con­tra las insu­fi­cien­cias de la vida. Quien busca en la fic­ción lo que no tiene, dice, sin nece­si­dad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para col­mar nues­tra sed de abso­luto, fun­da­mento de la con­di­ción humana, y que debe­ría ser mejor. Inven­ta­mos las fic­cio­nes para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que qui­sié­ra­mos tener cuando ape­nas dis­po­ne­mos de una sola.

Sin las fic­cio­nes sería­mos menos cons­cien­tes de la impor­tan­cia de la liber­tad para que la vida sea vivi­ble y del infierno en que se con­vierte cuando es con­cul­cada por un tirano, una ideo­lo­gía o una reli­gión. Quie­nes dudan de que la lite­ra­tura ade­más de sumir­nos en el sueño de la belleza y la feli­ci­dad, nos alerta con­tra toda for­mas de opre­sión, pre­gún­tense por qué todos los regí­me­nes empa­pa­dos en con­tro­lar la con­ducta de los ciu­da­da­nos de la cuna a la tumba, la temen tanto que esta­ble­cen sis­te­mas de cen­sura para repri­mirla y vigi­lan con tanta sus­pi­ca­cia a los escri­to­res inde­pen­dien­tes. Lo hacen por­que saben el riesgo que corren dejando que la ima­gi­na­ción dis­cu­rra por los libros, lo sedi­cio­sas que se vuel­ven las fic­cio­nes cuando el lec­tor coteja la liber­tad que las hace posi­bles y que en ellas se ejerce, con el oscu­ran­tismo y el miedo que lo ace­chan en el mundo real. Lo quie­ran o no, lo sepan o no, los tabu­la­do­res, al inven­tar his­to­rias, pro­pa­gan la insa­tis­fac­ción, mos­trando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fan­ta­sía es más rica que la de la rutina coti­diana. Esa com­pro­ba­ción, si echa raí­ces en la sen­si­bi­li­dad y la con­cien­cia, vuelve a los ciu­da­da­nos más difí­ci­les de mani­pu­lar, de acep­tar las men­ti­ras de quie­nes qui­sie­ran hacer­les creer que, entre barro­tes, inqui­si­do­res y car­ce­le­ros viven más segu­ros y mejor.

La buena lite­ra­tura tiende puen­tes entre gen­tes dis­tin­tas y, hacién­do­nos gozar, sufrir o sor­pren­de­mos, nos une por debajo de las len­guas, creen­cias, usos, cos­tum­bres y pre­jui­cios que nos sepa­ran. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capi­tán Ahab en el mar, se encoge el cora­zón de los lec­to­res idén­ti­ca­mente en Tokio, Lima o Tom­buctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsé­nico. Anna Kare­nina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patí­bulo, y cuando, en El Sur, el urbano doc­tor Juan Dahl­mann sale de aque­lla pul­pe­ría de la pampa a enfren­tarse 31 cuchi­llo de un matón, o adver­ti­mos que todos los pobla­do­res de Comala, el pue­blo de Pedro Páramo, están muer­tos, el estre­me­ci­miento es seme­jante en el lec­tor que adora a Buda, Con­fu­cio, Cristo, Alá o es un agnós­tico, vista saco y cor­bata, chi­laba, kimono o bom­ba­chas. La lite­ra­tura crea una fra­ter­ni­dad den­tro de la diver­si­dad humana y eclipsa las fron­te­ras que eri­gen entre hom­bres y muje­res la igno­ran­cia, las ideo­lo­gías, las reli­gio­nes, los idio­mas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espan­tos, la nues­tra es la de los faná­ti­cos, la de los terro­ris­tas sui­ci­das, anti­gua espe­cie con­ven­cida de que matando se gana el paraíso, que la san­gre de los inocen­tes lava las afren­tas colec­ti­vas, corrige las injus­ti­cias e impone la ver­dad sobre las fal­sas creen­cias. Innu­me­ra­bles víc­ti­mas son inmo­la­das cada día en diver­sos luga­res del mundo por quie­nes se sien­ten posee­do­res de ver­da­des abso­lu­tas. Creía­mos que, con el des­plome de los impe­rios tota­li­ta­rios, la con­vi­ven­cia, la paz, el plu­ra­lismo, los dere­chos huma­nos, se impon­drían y el mundo deja­ría atrás los holo­caus­tos, geno­ci­dios, inva­sio­nes y gue­rras de exter­mi­nio. Nada de eso ha ocu­rrido. Nue­vas for­mas de bar­ba­rie pro­li­fe­ran ati­za­das por el fana­tismo y, con la mul­ti­pli­ca­ción de armas de des­truc­ción masiva, no se puede excluir que cual­quier gru­púsculo de enlo­que­ci­dos reden­to­res pro­vo­que un día un cata­clismo nuclear. Hay que salir­les al paso, enfren­tar­los y derro­tar­los. No son muchos, aun­que el estruendo de sus crí­me­nes retumbe por todo el pla­neta y nos abru­men de horror las pesa­di­llas que pro­vo­can. No debe­mos dejar­nos inti­mi­dar por quie­nes qui­sie­ran arre­ba­tar­nos la liber­tad que hemos ido con­quis­tando en la larga hazaña de la civi­li­za­ción. Defen­da­mos la demo­cra­cia libe­ral, que, con todas sus limi­ta­cio­nes, sigue sig­ni­fi­cando el plu­ra­lismo poli­tice, la con­vi­ven­cia, la tole­ran­cia, los dere­chos huma­nos el res­peto a la crí­tica, la lega­li­dad, las elec­cio­nes libres, la alter­nan­cia en el poder, todo aque­llo que nos ha ido sacando de la vida feral y acer­cán­do­nos –aun­que nunca lle­ga­re­mos a alcan­zarla– a la her­mosa y per­fecta vida que finge la lite­ra­tura, aque­lla que sólo inven­tán­dola, escri­bién­dola y leyén­dola pode­mos mere­cer. Enfren­tán­do­nos a los faná­ti­cos homi­ci­das defen­de­mos nues­tro dere­cho a soñar y a hacer nues­tros sue­ños realidad.

En mi juven­tud, como muchos escri­to­res de mi gene­ra­ción, fui mar­xista y creí que el socia­lismo sería el reme­dio para la explo­ta­ción y las injus­ti­cias socia­les que arre­cia­ban en mi país. Amé­rica Latina y el resto del Ter­cer Mundo. Mi decep­ción del esta­tismo y el colec­ti­vismo y mi trán­sito hacia el demó­crata y el libe­ral que soy –que trato de ser– fue largo, difí­cil, y se llevó a cabo des­pa­cio y a raíz de epi­so­dios como la con­ver­sión de la Revo­lu­ción Cubana, que me había entu­sias­mado al prin­ci­pio, al modelo auto­ri­ta­rio y ver­ti­cal de la Unión Sovié­tica, el tes­ti­mo­nio de los disi­den­tes que con­se­guía escu­rrirse entre las alam­bra­das del Gulag, la inva­sión de Che­cos­lo­va­quia por los paí­ses del Pacto de Var­so­via, y gra­cias a pen­sa­do­res como Ray­mond Aron, Jean-Francois Revel, Isaiah Ber­lin y Karl Pap­per, a quie­nes debo mi reva­lo­ri­za­ción de la cul­tura demo­crá­tica y de las socie­da­des abier­tas. Esos maes­tros fue­ron un ejem­plo de luci­dez y gallar­día cuando la inte­lli­gen­tsia de Occi­dente pare­cía, por fri­vo­li­dad u opor­tu­nismo haber sucum­bido al hechizo del socia­lismo sovié­tico, o, peor toda­vía, al aque­la­rre san­gui­na­rio de la revo­lu­ción cul­tu­ral china.

De niño soñaba con lle­gar algún día a París por­que, des­lum­brado con la lite­ra­tura fran­cesa, creía que vivir allí y res­pi­rar el aire que res­pi­ra­ron Bal­zac, Stend­hal, Bau­de­laire, Proust, me ayu­da­ría a con­ver­tirme en un ver­da­dero escri­tor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escri­tor de dial domin­gos y feria­dos. Y la ver­dad es que debo a Fran­cia, a la cul­tura fran­cesa, ense­ñan­zas inol­vi­da­bles, como que la lite­ra­tura es tanto una voca­ción como una dis­ci­plina, un tra­bajo y una ter­que­dad. Viví allí cuando Sar­tre y Camus esta­ban vivos y escri­biendo, en los años de Ionesco, Beckett, Batai­lle y Cio­ran, del des­cu­bri­miento del tea­tro de Bre­cht y el cine de Ing­mar Berg­man, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nou­ve­lle Vague y le Nou­veau Roz­nan y los dis­cur­sos, bellí­si­mas pie­zas lite­ra­rias, de André Malraux, y, tal vez, el espec­táculo más tea­tral de la Europa de aquel tiempo, las con­fe­ren­cias de prensa y los true­nos olím­pi­cos del Gene­ral de Gau­lle. Pero, acaso, lo que más !e agra­dezco a Fran­cia sea el des­cu­bri­miento de Amé­rica Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comu­ni­dad a la que her­ma­na­ban la his­to­ria, la geo­gra­fía, la pro­ble­má­tica social y polí­tica, una cierta nunca de ser y la sabrosa len­gua en que hablaba y escri­bía. Y que en esos mis­mos anos pro­du­cía una lite­ra­tura nove­dosa y pujante. Allí leí a Bor­ges, a Octa­vio Paz. Cor­tá­zar, Gar­cía Már­quez, Fuen­tes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Car­pen­tier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escri­tos esta­ban revo­lu­cio­nando la narra­tiva en len­gua espa­ñola y gra­cias a los cua­les Europa y buena parte del mundo des­cu­brían que Amé­rica Latina no era sólo el con­ti­nente de los gol­pes de Estado, los cau­di­llos de ope­reta, los gue­rri­lle­ros bar­bu­dos y las mara­cas del mambo y el cha­cha­chá, sino tam­bién ideas, for­mas artís­ti­cas y fan­ta­sías lite­ra­rias que tras­cen­dían lo pin­to­resco y habla­ban un len­guaje universal.

De enton­ces a esta época, no sin tro­pie­zos y res­ba­lo­nes, Amé­rica Latina ha ido pro­gre­sando, aun­que, como decía el verso de César Vallejo, toda­vía Hay, her­ma­nos, machismo que hacer. Pade­ce­mos menos dic­ta­du­ras que antaño, sólo Cuba y su can­di­data a secun­darla, Vene­zuela, y algu­nas seudo demo­cra­cias popu­lis­tas y paya­sas, como las de Boli­via y Nica­ra­gua. Pero en el resto del con­ti­nente, mal que mal la demo­cra­cia está fun­cio­nando, apo­yada en amplios con­sen­sos popu­la­res, y, por pri­mera vez en nues­tra his­to­ria, tene­mos una izquierda y una dere­cha que, como en Bra­sil. Chile, Uru­guay, Perú, Colom­bia, Repú­blica Domi­ni­cana, México y casi todo Cen­troa­mé­rica, res­pe­tan la lega­li­dad, la liber­tad de crí­tica, las elec­cio­nes y la reno­va­ción en el poder. Ése es el buen camino y, si per­se­vera en él, com­bate la insi­diosa corrup­ción y sigue inte­grán­dose al mundo. Amé­rica Latina dejará por fin de ser el con­ti­nente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sen­tido un extran­jero en Europa, ni, en ver­dad, en nin­guna parte. En todos los luga­res donde he vivido, en París, en Lon­dres, en Bar­ce­lona, en Madrid, en Ber­lín, en Washing­ton. Nueva York. Bra­sil o la Repú­blica Domi­ni­cana, me sentí en mi casa. Siem­pre he hallado una que­ren­cia donde podía vivir en paz y tra­ba­jando. apren­der cosas, alen­tar ilu­sio­nes, encon­trar ami­gos, bue­nas lec­tu­ras y temas para escri­bir. No me parece que haberme con­ve­nido, sin pro­po­nér­melo, en un ciu­da­dano del mundo, haya debi­li­tado eso que lla­man “las raí­ces”, mis víncu­los con mi pro­pio país –lo que tam­poco ten­dría mucha importancia-, por­que, si así fuera, las expe­rien­cias perua­nas no segui­rían ali­men­tán­dome como escri­tor y no aso­ma­rían siem­pre en mis his­to­rias, aun cuando éstas parez­can ocu­rrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fiera del país donde nací ha for­ta­le­cido más bien aque­llos víncu­los, aña­dién­do­les una pers­pec­tiva más lúcida, y la nos­tal­gia, que sabe dife­ren­ciar lo adje­tivo y lo sus­tan­cial y man­tiene rever­be­rando los recuer­dos. El amor al país en que uno nació no puede ser obli­ga­to­rio, sino, al igual que cual­quier otro amor, un movi­miento espon­tá­neo del cora­zón, como el que une a los aman­tes, a padres e hijos, a los ami­gos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entra­ñas por­que en él nací, crecí, me formé, y viví aque­llas expe­rien­cias de niñez y juven­tud que mode­la­ron mi per­so­na­li­dad, fra­gua­ron mi voca­ción. y por­que allí amé. Odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocu­rre me afecta más, me con­mueve y exas­pera más que lo que sucede en otras par­tes. No lo he bus­cado ni me lo he impuesto, sim­ple­mente es así. Algu­nos com­pa­trio­tas me acu­sa­ron de trai­dor y estuve a punto de per­der la ciu­da­da­nía cuando, durante la última dic­ta­dura, pedí a los gobier­nos demo­crá­ti­cos del mundo que pena­li­za­ran al régi­men con san­cio­nes diplo­má­ti­cas y eco­nó­mi­cas, como lo he techo siem­pre con todas las dic­ta­du­ras, de cual­quier índole, la de Pino­cha, la de Fidel Cas­tro, la de los tali­ba­nes en Afga­nis­tán, la de los ima­nes de Irán, la del apart­heid de África del Sur, la de los sátra­pas uni­for­ma­dos de Bir­ma­nia (hoy Myan­mar). Y lo vol­ve­ría a hacer mañana si –el des­tino no lo quiera y los perua­nos no lo per­mi­tan– el Perú fiera víc­tima una vez vas de un golpe de Estado que ani­qui­lan nues­tra frá­gil demo­cra­cia. Aque­lla no fue la acción pre­ci­pi­tada y pasio­nal de un resen­tido, como escri­bie­ron algu­nos polí­gra­fos acos­tum­bra­dos a juz­gar a los den­las desde su pro­pia peque­ñez. Fue un acto cohe­rente con mi con­vic­ción de que una dic­ta­dura repre­senta el mal abso­luto para un país, una fuente de bru­ta­li­dad y corrup­ción y de heri­das pro­fun­das que urdan mucho en cerrar, enve­ne­nan su futuro y crean hábi­tos y prác­ti­cas mal­sa­nas que se pro­lon­gan a lo largo de las gene­ra­cio­nes demo­rando la recons­truc­ción demo­crá­tica. Por eso, las dic­ta­du­ras deben ser com­ba­ti­das sin con­tem­pla­cio­nes, por todos los medios a nues­tro alcance, inclui­das las san­cio­nes eco­nó­mi­cas. Es lamen­ta­ble que los gobier­nos demo­crá­ti­cos, en vez de dar el ejem­plo, soli­da­ri­zán­dose con quie­nes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resis­ten­tes vene­zo­la­nos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfren­tan con remen­dad a las dic­ta­du­ras que sufren, se mues­tren a menudo com­pla­cien­tes no con ellos sino con sus ver­du­gos. Aque­llos valien­tes, luchando por su liber­tad, tam­bién luchan por la nuestra.

Un com­pa­triota mío, José María Argue­das, llamó al Perú el país de “Todas las san­gres”. No creo que haya fór­mula que lo defina mejor. Eso somos y eso lle­var­nos den­tro todos los perua­nos, nos guste o no: una suma de tra­di­cio­nes, razas, creen­cias y cul­tu­ras pro­ce­den­tes de los cua­tro pun­tos car­di­na­les. A mí me enor­gu­llece sen­tirme here­dero de las cul­tu­ras prehis­pá­ni­cas que fabri­ca­ron los teji­dos y man­tos de plu­mas de Nazca y Para­cas y los cera­mios mochi­cas o incas que se exhi­ben en los mejo­res mus­cos del mundo, de los cons­truc­to­res de Machu Pic­chu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kue­lap, Sipán, las hua­cas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los espa­ño­les que, con sus alfor­jas, espa­das y caba­llos, tra­je­ron al Perú a Gre­cia, Roma, la tra­di­ción judeo¬cristiana, el Rena­ci­miento, Cer­van­tes, Que­vedo y Gón­gora, y a len­gua recia de Cas­ti­lla que los Andes dul­ci­fi­ca­ron. Y de que con España lle­gara tam­bién el África con su recie­dum­bre, su música y su efer­ves­cente ima­gi­na­ción, a enri­que­cer la hete­ro­ge­nei­dad peruana. Si escar­ba­mos un poco des­cu­bri­mos que el Perú, como el Aleph de Bor­ges, es en pequeño for­mato el mundo entero. ¡Qué extra­or­di­na­rio pri­vi­le­gio el de un país que no tiene una iden­ti­dad por­que las tiene todas!

La con­quista de Amé­rica fue cruel y vio­lenta, como todas las con­quis­tas, desde luego, y debe­mos cri­ti­cada, pero sin olvi­dar, al hacerlo, que quie­nes come­tie­ron aque­llos des­po­jos y crí­me­nes fue­ron, en gran número, nues­tros bisa­bue­los y tata­ra­bue­los, los espa­ño­les que fue­ron a Amé­rica y allí se acrio­lla­ron, no los que se que­da­ron en su tie­rra. Aque­llas cri­ti­cas, pan ser jus­tas, deben ser una auto­cri­tica. Por­que, al inde­pen­di­za­mos de España, hace dos­cien­tos alas, quie­nes asu­mie­ron el poder en las anti­guas colo­nias, en vez de redi­mir al indio y hacerle jus­ti­cia por los anti­guos agra­vios, siguie­ron explo­tán­dolo con tanta codi­cia y fero­ci­dad como los con­quis­ta­do­res, y, en algu­nos paí­ses, diez­mán­dolo y exter­mi­nán­dolo. Digá­moslo con toda cla­ri­dad: desde hace dos siglos la eman­ci­pa­ción de los indí­ge­nas es una res­pon­sa­bi­li­dad exclu­si­va­mente nues­tra y la hemos incum­plido. Ella sigue siendo una asig­na­tura pen­diente en toda Amé­rica Latina. No hay una sola excep­ción a este opro­bio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agra­de­ci­miento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera lle­gado a esta tri­buna, ni a ser un escri­tor cono­cido, y tal vez, como tan­tos cole­gas des­afor­tu­na­dos, anda­ría en el limbo de los escri­bi­do­res sin suerte, sin edi­to­res, ni pre­mios, ni lec­to­res, cuyo talento acaso –triste con­suelo– des­cu­bri­ría algún día la pos­te­ri­dad. En España se publi­ca­ron todos mis libros, recibí reco­no­ci­mien­tos exa­ge­ra­dos, ami­gos como Car­los Barral y Car­men Bal­ce­lls y tan­tos otros se des­vi­vie­ron por­que mis his­to­rias tuvie­ran lec­to­res. Y España me con­ce­dió una segunda nacio­na­li­dad cuando podía per­der la mía. Jamás he sen­tido la menor incom­pa­ti­bi­li­dad eme ser peruano y tener un pasa­porte espa­ñol por­que siem­pre he sen­tido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña per­sona, tam­bién en reali­da­des esen­cia­les como la his­to­ria, la len­gua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo espa­ñol, recuerdo con ful­gor los cinco que pasé en la que­rida Bar­ce­lona a comien­zos de los años setenta. La dic­ta­dura de Franco estaba toda­vía en pie y aún fusi­laba, pero era ya un fósil en hila­chas, y, sobre todo en el campo de la cul­tura, inca­paz de man­te­ner los con­tro­les de antaño. Se abrían ren­di­jas y res­qui­cios que la cen­sura no alcan­zaba a par­char y por ellas la socie­dad espa­ñola absor­bía nue­vas ideas, libros, corrien­tes de pen­sa­miento y valo­res y for­mas artís­ti­cas hasta enco­ra­res prohi­bi­dos por sub­ver­si­vos. Nin­guna ciu­dad apro­ve­chó tanto y mejor que Bar­ce­lona este comienzo de apeno ni vivió una efer­ves­cen­cia seme­jante en todos los cam­pos de las ideas y la crea­ción. Se con­vir­tió en la capi­tal cul­tu­ral de España, el lugar donde fobia que estar para res­pi­rar el anti­cipo de la liber­tad que se ven­dría. Y, en cierto modo, fue tam­bién la capi­tal cul­tu­ral de Amé­rica Latina por la can­ti­dad de pin­to­res, escri­to­res, edi­to­res y artis­tas pro­ce­den­tes de los paí­ses lati­noa­me­ri­ca­nos que allí se ins­ta­la­ron, o iban y venían a Bar­ce­lona, por­que era donde había que estar si uno que­ría ser un poeta, nove­lista, pin­tor o com­po­si­tor de nues­tro tiempo. Pan mi, aque­llos fue­ron unos años inol­vi­da­bles de com­pa­ñe­rismo, amis­tad, cons­pi­ra­cio­nes y fecundo tra­bajo inte­lec­tual. Igual que antes París, Bar­ce­lona fue una Torre de Babel, una ciu­dad cos­mo­po­lita y uni­ver­sal, donde en esti­mu­lante vivir y tra­ba­jar, y donde, por pri­mera vez desde los tiem­pos de la perra civil, escri­to­res espa­ño­les y lati­noa­me­ri­ca­nos se mez­cla­ron y fra­ter­ni­za­ron, reco­no­cién­dose due­ños de una misma tra­di­ción y alia­dos en una empresa común y una cenen: que el final de la dic­ta­dura cm inmi­nente y que en la España demo­crá­tica la cul­tura sería la pro­ta­go­nista principal.

Aun­que no ocu­rrió así exac­ta­mente, la tran­si­ción espa­ñola de la dic­ta­dura a la demo­cra­cia ha sido una de las mejo­res his­to­rias de los tiem­pos moder­nos, un ejem­plo de cómo, cuando la sen­sa­tez y la racio­na­li­dad pre­va­le­cen y los adver­sa­rios polí­ti­cos apar­can el sec­ta­rismo en favor del bien común, pue­den ocu­rrir hechos tan pro­di­gio­sas como los de las nove­las del rea­lismo mágico. La tran­si­ción espa­ñola del auto­ri­ta­rismo a la liber­tad, del sub­de­sa­rro­llo a la pros­pe­ri­dad, de una socie­dad de con­tras­tes eco­nó­mi­cos y desigual­da­des ter­cer­mun­dis­tas a un país de cla­ses medias, su inte­gra­ción a Europa y su adop­ción en pocos años de una cul­tura demo­crá­tica, ha admi­rado al mundo entero y dis­pa­rado la moder­ni­za­ción de España. Ha sido para mí una expe­rien­cia emo­cio­nante y alec­cio­na­dora vivirla de muy cerca y a ratos desde den­tro. Ojalá que los nacio­na­lis­mos, plaga incu­ra­ble del mundo moderno y tam­bién de España, no estro­peen esta his­to­ria feliz.

Detesto toda forma de nacio­na­lismo, ideo­lo­gía –o, más bien, reli­gión– pro­vin­ciana, de corto vuelo, exclu­yente, que recorta el hori­zonte inte­lec­tual y disi­mula en su seno pre­jui­cios étni­cos y racis­tas, pues con­viene en valor supremo, en pri­vi­le­gio moral y onto­ló­gico, la cir­cuns­tan­cia for­tuita del lugar de naci­miento. Junto con la reli­gión, el nacio­na­lismo ha sido la casa de las peo­res car­ni­ce­rías de la his­to­ria, como las de las dos gue­rras mun­dia­les y la san­gría actual del Medio Oriente. Nada ha con­tri­buido tanto como el nacio­na­lismo a que Amé­rica Latina se haya bal­ca­ni­zado, ensan­gren­tado en insen­sa­tas con­tien­das y liti­gios y derro­chado astro­nó­mi­cos recur­sos en com­prar armas en vez de cons­truir escue­las, biblio­te­cas y hospitales.

No hay que con­fun­dir el nacio­na­lismo de ore­je­ras y su rechazo del “otro”, siem­pre semi­lla de vio­len­cia, con el patrio­tismo, sen­ti­miento sano y gene­roso, de amor a la tie­rra donde uno vio la luz, donde vivie­ron sus ances­tros y se for­ja­ron los pri­me­ros sue­ños, pai­saje fami­liar de geo­gra­fías, seres que­ri­dos y ocu­rren­cias que se con­vie­nen en hitos de la memo­ria y escu­dos corea la sole­dad. La patria no son las ban­de­ras ni !os him­nos, ni los dis­cur­sos apo­díc­ti­cos sobre los héroes emble­má­ti­cos, sino un puñado de luga­res y per­so­nas que pue­blan nues­tros recuer­dos y los tiñen de melan­co­lía, la sen­sa­ción cálida de que, no importa donde este­mos, existe un hogar al que pode­mos volver.

El Perú es para mí una Are­quipa donde nací pero nunca viví, una ciu­dad que mi madre, mis abue­los y mis dos me ense­ña­ron a cono­cer a tra­vés de sus recuer­dos y año­ran­zas, por­que toda mi tribu fami­liar, como sue­len hacer los are­qui­pe­ños. se llevó siem­pre a la Ciu­dad Blanca con ella en su anda­riega exis­ten­cia. Es la Piura del desierto, el alga­rrobo y el sufrido bue­nito, al que los piu­ra­nos de mi juven­tud lla­ma­ban “el pie ajeno” –lindo y triste apelativo-, donde des­cu­brí que ro eran las cigüe­ñas las que traían los bebes al mundo sino que los fabri­ca­ban las pare­jas haciendo unas bar­ba­ri­da­des que eran pecado mor­tal. Es el Cole­gio San Miguel y el Tea­tro Varie­da­des donde por pri­mera vez vi subir al esce­na­rio una obra escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Mira­flo­res limeño –la lla­má­ba­mos el Barrio Alegre-, donde cam­bié el pan­ta­lón cono por el largo, fumé mi pri­mer ciga­rri­llo, aprendí a bai­lar, a enamo­rar y a decla­rarme a las chi­cas. Es la pol­vo­rienta y tem­blo­rosa redac­ción del dia­rio La Cró­nica donde, a mis die­ci­séis años, velé mis pri­me­ras armas de perio­dista, ofi­cio que, con la lite­ra­tura, ha ocu­pado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, cono­cer mejor el mundo y fre­cuen­tar a gente de todas panes y de todos los regis­tros, gente exce­lente, buena, mala y exe­cra­ble. Es el Cole­gio Mili­tar Leon­cio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta enton­ces con­fi­nado y pro­te­gido, sino un país grande, anti­guo, coro­nado, desigual y sacu­dido por toda clase de tor­men­tas socia­les. Son las célu­las clan­des­ti­nas de Cahuide en las que con un puñado de san­mar­qui­nos pre­pa­rá­ba­mos la revo­lu­ción mun­dial. Y el Perú son mis ami­gos y ami­gas del Movi­miento Liber­tad con los que por tres años, entre las bom­bas, apa­go­nes y ase­si­na­tos del terro­rismo, tra­ba­ja­mos en defensa de la demo­cra­cia y la cul­tura de la libertad.

El Perú es Patri­cia, La prima de nari­cita res­pin­gada y carác­ter indo­ma­ble con la que tuve la for­tuna de casarme hace 45 años y que toda­vía soporta las manías, neu­ro­sis y rabie­tas que me ayu­dan a escri­bir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un tor­be­llino caó­tico y no hubie­ran nacido Álvaro, Gon­zalo, Mor­gana ni los seis nie­tos que nos pro­lon­gan y ale­gran la exis­ten­cia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los pro­ble­mas, admi­nis­tra la eco­no­mía, pone orden en el caos man­tiene a raya a los perio­dis­tas y a los intru­sos, defiende mi tiempo, decide las citas y los via­jes, hace y des­hace las male­zas, y es tan gene­rosa que, hasta cuándo cree que me riñe, me hace el mejor de los elo­gios: “Mario, para lo único que tú sir­ves es para escri­bir”.

Vol­va­mos a la lite­ra­tura. El paraíso de la infan­cia no es para mí un mito lite­ra­rio sino una reali­dad que viví y gocé en la gran casa fami­liar de tres patios. en Cocha­bamba, donde con mis pri­mas y com­pa­ñe­ros de cole­gio podía­mos repro­du­cir las his­to­rias de Tar­zán y de Sal­gari, y en la Pre­fec­tura de Piura, en cuyos entre­te­chos anida­ban los mur­cié­la­gos, som­bras silen­tes que lle­na­ban de mis­te­rio las noches estre­lla­das de esa tie­rra caliente. En esos años, escri­bir fue jugar un juego que me cele­braba la fami­lia, una gra­cia que me mer­cera aplau­sos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, por­que mi padre habla muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uni­forme de marino, cuya foto enga­la­naba mi vela­dor y a la que yo rezaba y besaba antes de dor­mir. Una mañana piu­rana, de la que toda­vía no creo haberme reco­brado, mi madre me reveló que aquel caba­llero, en ver­dad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iría­mos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y. desde enton­ces, todo cam­bió. Perdí la inocen­cia y des­cu­brí la sole­dad. la auto­ri­dad, la vida adulta y el miedo. Mi sal­va­ción fue leer, leer los bue­nos libros, refu­giarme en esos mun­dos donde vivir era exal­tante, intenso, una aven­tura tras otra, donde podía sen­tirme libre y vol­vía a ser feliz. Y fue escri­bir, a escon­di­das, como quien se entrega a un vicio incon­fe­sa­ble, a una pasión prohi­bida. La lite­ra­tura dejó de ser un juego. Se vol­vió una manera de resis­tir la adver­si­dad, de pro­tes­tar, de rebe­larme, de esca­par a lo into­le­ra­ble, mi razón de vivir. Desde enton­ces y hasta ahora. en todas las cir­cuns­tan­cias en que me he sen­tido aba­tido o gol­peado, a ori­llas de la deses­pe­ra­ción, entre­garme en cuerpo y alma a mi tra­bajo de tabu­la­dor ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de sal­va­ción que lleva al náu­frago a la playa.

Aun­que me cuesta mucho tra­bajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escri­tor, siento a veces la ame­naza de la pará­li­sis de la sequía de la ima­gi­na­ción, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años cons­tru­yendo una his­tona, desde su incierto des­pun­tar, esa ima­gen que la memo­ria alma­cenó de alguna expe­rien­cia vivida, que se vol­vió un desa­so­siego, un entu­siasmo, un fan­ta­seo que ger­minó luego en un pro­yecto y en la deci­sión de inten­tar con­ver­tir esa nie­bla agi­tada de fan­tas­mas en una his­to­ria. “Escri­bir es una manen de vivir”, dijo Flau­bert. Si, muy cierto, una manera de vivir con ilu­sión y ale­gría y un fuego chis­po­rro­teante en la cabeza, peleando con las pala­bras dís­co­las hasta amaes­trar­las, explo­rando el ancho mundo corno un caza­dor en pos de pre­sas codi­cia­bles para ali­men­tar la fic­ción en cier­nes y apla­car ese ape­tito voraz de toda his­to­ria que al cre­cer qui­siera tra­garse todas las his­to­rias. Lle­gar a sen­tir el vér­tigo al que nos con­duce una novela en ges­ta­ción, cuando una forma y parece empe­zar a vivir por cuenta pro­pia, con per­so­na­jes que se mue­ven, actúan, pien­san, sien­ten y exi­gen res­peto y con­si­de­ra­ción, a los que ya no es posi­ble impo­ner arbi­tra­ria­mente una con­ducta, ni pri­va­dos de su libre albe­drío sin matar­los sin que la his­to­ria pierda poder de per­sua­sión es una expe­rien­cia que me sigue hechi­zando como la pri­mera vez tan plena y ver­ti­gi­nosa como hacer el amor con la mujer amada dial sema­nas y meses, sin cesar.

Al hablar de la fic­ción, he hablado mucho de la novela y poco del tea­tro, otra de sus for­mas excel­sas. Una gran injus­ti­cia, desde luego. El tea­tro fue mi pri­mer amor, desde que, ado­les­cente, vi en el Tea­tro Segura, de Lima. La muerte de un via­jante, de Art­hur Miller, espec­táculo que me dejó tras­pa­sado de emo­ción y me pre­ci­pitó a escri­bir un drama con incas. Si en la Lima de los cin­cuenta hubiera habido un movi­miento tea­tral habría sido dra­ma­turgo antes que nove­lista. No lo había y eso debió orien­tarme cada vez más hacia la narra­tiva. Pero mi amor por el tea­tro nunca cesó, dor­mitó acu­rru­cado a la som­bra de las nove­las, como una ten­ta­ción y una nos­tal­gia sobre toda cuando veía alguna pieza sub­yu­gante. A fines de los setenta, el recuerdo per­ti­naz de una tía abuela cen­te­na­ria, la Mamaé, que, en los últi­mos altos de su vida, cortó con la reali­dad cir­cun­dante para refu­giarse en los recuer­dos y la fic­ción, me sugi­rió una his­to­ria. Y sentí, de manera fatí­dica, que aque­lla era una his­to­ria para el tea­tro que sólo sobre un esce­na­rio cobrarla la ani­ma­ción y el esplen­dor de las fic­cio­nes logra­das. La escribí con el tem­blor exci­tado del prin­ci­piante y gocé tanto vién­dola en escena con Norma Mean­dro en el papel de la heroína, que, desde enton­ces entre novela y novela, ensayo y ensayo, he rein­ci­dido varias veces. Eso sí, nunca ima­giné que a mis setenta años, me subirla (debe­ría decir mejor me arras­trarla) a un esce­na­rio a actuar. Esa teme­ra­ria aven­tura me hizo vivir por pri­mera vez en carne y hueso el mila­gro que es, para alguien que se ha pasado la vida escri­biendo fic­cio­nes, encar­nar por unas horas a un per­so­naje de la fan­ta­sía. vivir la fic­ción delante de un público. Nunca podré agra­de­cer bas­tante a mis que­ri­dos ami­gos, el direc­tor Joan 0llé y la actriz Aitana Sán­chez Gijón, haberme ani­mado a com­par­tir con ellos esa fan­tás­tica expe­rien­cia (pese al pánico que la acompañó).

La lite­ra­tura es una repre­sen­ta­ción falaz de la vida que, sin embargo. ros ayuda a enten­derla mejor, a orien­tar­nos por el labe­rinto en el que naci­mos, trans­cu­rrir­nos y mori­mos. Ella nos des­agra­via de los reve­ses y frus­tra­cio­nes que nos inflige la vida ver­da­dera y gra­cias a ella des­ci­fra­mos al menos par­cial­mente, el jero­glí­fico que suele ser la exis­ten­cia para la gran mayo­ría de los seres huma­nos, prin­ci­pal­mente aque­llos que alen­ta­mos iras dudas que cer­te­zas, y con­fe­sa­mos nues­tra per­ple­ji­dad ante temas como la tras­cen­den­cia, el des­tino indi­vi­dual y colec­tivo, el alma, el sen­tido o el sin­sen­tido de la his­to­ria, el más acá y el más allá del cono­ci­miento racional.

Siem­pre me ha fas­ci­nado ima­gi­nar aque­lla incierta cir­cuns­tan­cia en que nues­tros ante­pa­sa­dos, ape­nas dife­ren­tes toda­vía del ani­mal, recién nacido el len­guaje que les per­mi­tía comu­ni­carse, empe­za­ron, en las caver­nas, en torno a las hogue­ras, en noches hir­vien­tes de ame­na­zas –rayos, true­nos, gru­ñi­dos de las fieras-, a inven­tar ilus­trar­las y a con­tár­se­las. Aquel fue el momento cru­cial de nues­tro des­tino, por­que, en esas ron­das de seres pri­mi­ti­vos sus­pen­sos por la voz y la fan­ta­sía del con­ta­dor, comento la civi­li­za­ción, el largo trans­cu­rrir que poco a poco nos huma­ni­za­ría y nos lle­va­ría a inven­tar al indi­vi­duo sobe­rano y a des­ga­jarlo de la tribu, la cien­cia, las artes, el dere­cho, la liber­tad, a escru­tar las enca­las de La natu­ra­leza, del cuerpo humano, del espa­cio y a via­jar a las estre­llas. Aque­llos cuen­tos, fábu­las, mitos, leyen­das, que reso­na­ron por pri­mera vez como una música nueva ante audi­to­rios inti­mi­da­dos por los mis­te­rios y peli­gros de un mundo donde todo era des­co­no­cido y peli­groso, debie­ron ser un baño refres­cante, un remanso para esos espí­ri­tus siem­pre en el quién vive, para los que exis­tir que­ría decir ape­nas comer, gua­re­cerse de los ele­men­tos, matar y for­ni­car. Desde que empe­za­ron a soñar en colec­ti­vi­dad, a com­par­tir los sue­ños, inci­ta­dos par los con­ta­do­res de cuen­tos, deja­ron de estar ata­dos a la nona de la super­vi­ven­cia, un remo­lino de queha­ce­res embru­te­ce­do­res, y su vida se vol­vió sueño. goce, fan­ta­sía y un desig­nio revo­lu­cio­na­rio: rom­per aquel con­fi­na­miento y cam­biar y mejo­rar, una lucha para apla­car aque­llos deseos y ambi­cio­nes que en ellos azu­za­ban las vidas figu­ra­das, y la curio­si­dad por des­pe­jar las incóg­ni­tas de que estaba cons­te­lado su entorno.

Ese pro­ceso nunca inte­rrum­pido se enri­que­ció cuando nació la escri­tura y las his­to­rias, ade­más de escu­charse, pudie­ron leerse y alcan­za­ron la per­ma­nen­cia que les con­fiere la lite­ra­tura. Por eso, hay que repe­tirlo sin yegua hasta con­ven­cer de ello a las nue­vas gene­ra­cio­nes: la fic­ción es más que un entre­te­ni­miento, más que un ejer­ci­cio inte­lec­tual que aguza la sen­si­bi­li­dad y des­pierta el espí­ritu crí­tico. Es una nece­si­dad impres­cin­di­ble para que la civi­li­za­ción siga exis­tiendo, reno­ván­dose y con­ser­vando en noso­tros lo mejor de lo humano. Para que no retro­ce­da­mos a la bar­ba­rie de la inco­mu­ni­ca­ción y la vida no se reduzca al prag­ma­tismo de los espe­cia­lis­tas que ven las cosas en pro­fun­di­dad pero igno­ran lo que las rodea, pre­cede y con­ti­núa. Para que no pase­mos de ser­vir­nos de las máqui­nas que inven­tar­nos a ser sus sir­vien­tes y escla­vos. Y por­que un mundo sin lite­ra­tura sería un mundo sin deseos ni idea­les ni desaca­tos, un mundo de autó­ma­tas pri­va­dos de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capa­ci­dad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, mode­la­das con la arci­lla de nues­tros sueños.

De la caverna al ras­ca­cie­los, del garrote a las armas de des­truc­ción masiva, de la vida tau­to­ló­gica de la tribu a la era de la glo­ba­li­za­ción, las fic­cio­nes de la lite­ra­tura han mul­ti­pli­cado las expe­rien­cias huma­nas, impi­diendo que hom­bres y muje­res sucum­ba­mos al letargo, al ensi­mis­ma­miento, a la resig­na­ción. Nada ha sem­brado tanto la inquie­tud, remo­vido tanto la ima­gi­na­ción y los deseos, como esa vida de men­ti­ras que aña­di­mos a la que tene­mos gra­cias a la lite­ra­tura para pro­ta­go­ni­zar las gran­des aven­tu­ras, las gran­des pasio­nes, que la sida ver­da­dera nunca nos dará. Las men­ti­ras de la lite­ra­tura se vuel­ven ver­da­des a tra­vés de noso­tros, los lec­to­res trans­for­ma­dos, con­ta­mi­na­dos de anhe­los y, por culpa de la fic­ción, en per­ma­nente entre­di­cho con la medio­cre reali­dad, hechi­ce­ría que, al ilu­sio­nar­nos con tener lo que no tener­nos, ser lo que no somos, acce­der a esa impo­si­ble exis­ten­cia donde, como dio­ses paga­nos, nos sen­tir­nos terre­na­les y eter­nos a la vez la lite­ra­tura intro­duce en nues­tros espí­ri­tus la incon­for­mi­dad y la rebel­día, que están darás de todas las haza­ñas que han con­tri­buido a dis­mi­nuir la vio­len­cia en las rela­cio­nes huma­nas. A dis­mi­nuir la vio­len­cia, no a aca­bar con ella. Por­que la nues­tra será siem­pre, por for­tuna, una his­to­ria incon­clusa. Por eso tene­mos que seguir soñando, leyendo y escri­biendo, la más efi­caz manera que haya­mos encon­trado de ali­viar nues­tra con­di­ción pere­ce­dera, de derro­tar a la car­coma del tiempo y de con­ver­tir en posi­ble lo imposible.


Esto­colmo, 10 de diciem­bre del 2010

miércoles, 24 de agosto de 2011

El teatro de la vida (Charles Chaplin)

La vida es una obra de teatro que no permite ensayos... 
Por eso, canta, ríe, baila, llora 
y vive intensamente cada momento de tu vida... 
...antes que el telón baje
y la obra termine sin aplausos. 

¡Hey, hey, sonríe!
más no te escondas detrás de esa sonrisa...
Muestra aquello que eres, sin miedo.
Existen personas que sueñan
con tu sonrisa, así como yo.

¡Vive! ¡Intenta!
La vida no pasa de una tentativa.

¡Ama!
Ama por encima de todo,
ama a todo y a todos.
No cierres los ojos a la suciedad del mundo,
no ignores el hambre!
Olvida la bomba,
pero antes haz algo para combatirla,
aunque no te sientas capaz.

¡Busca!
Busca lo que hay de bueno en todo y todos.
No hagas de los defectos una distancia,
y si, una aproximación.

¡Acepta!
La vida, las personas,
haz de ellas tu razón de vivir.

¡Entiende!
Entiende a las personas que piensan diferente a ti, 
no las repruebes.

¡Eh! Mira...
Mira a tu espalda, cuantos amigos...
¿Ya hiciste a alguien feliz hoy?
¿O hiciste sufrir a alguien con tu egoísmo?

¡Eh! No corras...
¿Para que tanta prisa? 
Corre apenas dentro tuyo.

¡Sueña!
Pero no perjudiques a nadie y
no transformes tu sueño en fuga.

¡Cree! ¡Espera!
Siempre habrá una salida,
siempre brillará una estrella.

¡Llora! ¡Lucha!
Haz aquello que te gusta,
siente lo que hay dentro de ti.

Oye...
Escucha lo que las otras personas
tienen que decir, es importante.

Sube...
Haz de los obstáculos escalones
para aquello que quieres alcanzar.
Mas no te olvides de aquellos
que no consiguieron subir
en la escalera de la vida.

¡Descubre!
Descubre aquello que es bueno dentro tuyo.
Procura por encima de todo ser gente,
yo también voy a intentar.

¡Hey! Tú...
ahora ve en paz.
Yo preciso decirte que... TE ADORO,
simplemente porque existes.

Vive (Charles Chaplin)

"Ya perdoné errores casi imperdonables.
Trate de sustituir personas insustituibles,
de olvidar personas inolvidables.
Ya hice cosas por impulso.
Ya me decepcioné con algunas personas,
mas también yo decepcioné a alguien.
Ya abracé para proteger.
Ya me reí cuando no podía.
Ya hice amigos eternos.
Ya amé y fui amado pero también fui rechazado.
Ya fui amado y no supe amar.
Ya grité y salté de felicidad.
Ya viví de amor e hice juramentos eternos,
pero también los he roto y muchos.
Ya lloré escuchando música y viendo fotos.
Ya llamé sólo para escuchar una voz.
Ya me enamoré por una sonrisa.
Ya pensé que iba a morir de tanta nostalgia y...
Tuve miedo de perder a alguien especial
y termine perdiéndolo
¡¡pero sobreviví!!
¡¡Y todavía vivo!!
No paso por la vida.
Y tú tampoco deberías sólo pasar ...
¡¡¡VIVE!!!
Bueno es ir a la lucha con determinación
abrazar la vida y vivir con pasión.
Perder con clase y vencer con osadía,
por que el mundo pertenece a quien se atreve
y la vida es mucho más para ser insignificante."

"Soy el hombre de mi vida"

*Por Beto Ortiz en "Soy el hombre de mi vida". Lima: Editorial Planeta Perú, 2010.

No te cases ni te tatúes: no hagas nada que sea para siempre. Y en la medida de lo posible, no te tatúes un demonio de Tasmania, algún día cumplirás 40 (como yo hace tres días) y tendrás que dejar los pantalones de reggaetonero y los polos de Pinky y Cerebro pero seguirás pareciendo un baboso con tu tatuaje de Taz en el cuello. Hay ciertas cosas que es menester dejar de hacer cuando cumples 40. Dejar de cagarla, por ejemplo.

No te desvivas haciendo demasiados planes para el futuro. Una bacteria agazapada en el pomo de mayonesa, un presidente retrasado, un tico que se pasó la luz roja, un pariente choro o una abrupta caída en la Bolsa de Tokio se encargarán de trastornártelos sin remedio. Matemáticamente hablando, solo la cuarta parte de ellos se hará realidad. Todo lo demás serán emergencias, imprevistos, el eterno fluir de la contingencia. Cuando un plan se realiza, casi siempre es porque era el plan B.

Pregúntate si toda la gente linda que te abraza para salir contigo en la foto es tu amiga: siéntate a esperar que los flashes dejen de lloverte y pregúntatelo otra vez.

Si alguna vez llegas a quedarte completamente misio. O completamente solo. O, las dos cosas al mismo tiempo (que es lo normal), take it easy, tú tranquilo. Haz de cuenta que estás de viaje (por Ruanda) y dedícate a explorar, de modo que el día que salgas de allí te vayas a casa habiendo aprendido lo que es bueno y te lo pienses dos veces antes de alucinarte buena merca. Y si alguna vez te toca regresar, como las huevas porque -como ya conoces- no te pierdes.

Date alguna vez el lujo de ser físicamente hermoso. Aunque solo puedas mantenerlo poco tiempo, ten, por lo menos, un verano en el que te canses de posar feliz de la vida para la foto en traje de baño. Una panza a los 40 puede ser pecado venial, pero a los 30 es mortal y a los 20 vulgar y completamente imperdonable.

Combate el mal aliento. Tenerlo equivale a ir por allí tirándote pedos en la cara de la gente.

Gánale, por lo menos, a la mitad de tus peores miedos. Si a algo le tengo auténtico terror es a la altura y hubiera preferido que me arrancaran todas las muelas sin anestesia a tener que subirme alguna vez a la pavorosa montaña rusa de Universal Studios. Pero, a insistencia de un amigo, me subí. Y los 75 violentos segundos que duró el trip fueron un puto infierno interminable. No me volvería a subir por nada de este mundo, ni siquiera a cambio de un fin de semana en Borneo con Paolo Guerrero abanicándome en taparrabo. Pero de pocas cosas estoy tan orgulloso como de haberme atrevido.

No hagas huevadas con tu pelo o cuando menos lo pienses, parecerá el pelo del muñeco Chicho Bello de Basa.

Anota en una libreta todos los halagos que recibas. Anota en la misma libreta los nombres de los amigos que te acompañen a los funerales de tu vieja. Si son cien, alégrate de que sean tantos. Si son tres, también.

Salpica. Sea que te zambullas, chapalees, estornudes, sudes a chorros o segregues cualquier clase de fluidos. Siempre salpica.

No te ensañes con nadie. Y eso incluye a tus peores enemigos, al perro que se pasa la noche aullando en la azotea del vecino y hasta a la cucaracha más infecta del desagüe. Ninguna factura se paga tan pronto y tan caro como la crueldad.

Regálale a alguien que adores algo de lo que te duela en el alma desprenderte.

Si alguna vez llegas a tener algo de plata no te sientas en la obligación de mudarte a un barrio más pituco, ni de sacar tarjetas Platinum, ni de instalar en tu casa una cava de vinos, ni de viajar a Bali en primera clase, ni de someterte a todas las cirugías, ni de comprarte pura ropita de marca. Trata, por todos los medios, de no tener en la frente un letrero que diga "nuevo rico". Persevera en esto, por mucho esfuerzo que te cueste seguir siendo el mismo huevonazo que eras un día antes de que tus ahorros en dólares alcanzaran los seis dígitos o los siete. Lo único peor que portarse como nuevo rico es portarse como futbolista nuevo rico.

Mastúrbate.

Se permite la envidia siempre y cuando sea usada únicamente como gasolina. No fue mi nobilísima vocación periodística ni mi acrisolado instinto de superación lo que me hizo pasar de reportero a conductor de televisión. Fue Lúcar, o mejor dicho, la insana envidia de su sueldo de 1999.

Combate los celos -propios o ajenos- como a piojos. Son el peor de los muchos parásitos que incuba la soberbia. Nada te da derecho a ser celoso. La mejor receta para estropear un afecto es alucinarse titular de derechos de propiedad sobre la gente. Así que a no dejarse engañar por el viejo valsecito criollo. Nadie es de nadie.

Volver a ver después de 20 años a un amigo y poder reírte con él como si se hubieran visto anoche. Ese es el mejor test de control de calidad. A diferencia de los amantes, a los amigos no hay que cambiarlos por otros nuevos. Un viejo amigo merece siempre un premio de resistencia, porque perdona tu mierda durante décadas, y encima queriéndote todavía.

La venganza nunca es dulce y el rencor es una pérdida de tiempo. Así como no es tu chamba que llueva, tampoco es cuestión tuya que le vaya mal en la vida a quien te cagó. Creo que hay algo o alguien en el universo con la exclusiva misión de pasarle la factura. Ni insultarlo en público, ni empapelarlo ni mandarle atropellar a todos sus hijitos por un bus-camión te hará sentir mejor ni te devolverá absolutamente nada de lo que perdiste. Y si no te resarce del daño, no sirve. Y si no sirve entonces para qué malgastar tu vida rumiando caca y maquinando cojudeces.

Baila calato frente al espejo del baño.

No esperes a que la persona que quieres contraiga una enfermedad terminal para llenarla de besos y apapachos. No esperes a contraerla tú para correr detrás de todos los proyectos postergados.

No se puede ser traicionado dos veces. Si te traicionaron una vez, es culpa del traidor. Si volviste a confiar y te la hicieron de nuevo, tienes total derecho a exigir que se te expida un certificado oficial de imbécil absoluto.

La misma regla rige para el amor: no se puede rebotar con la misma persona dos veces. Si lo intentas una vez y te chotean es culpa del choteador. Si insistes sabiendo perfectamente que tus posibilidades de fracaso coquetean con el mil por ciento, felicidades y choprove con el diploma de cojudo.

No esperes que las cosas sean siempre "igual". Nada es ni tiene por qué ser igual a nada: ni igual que antes, ni igual que en tu jato, ni igual que allá o que acá. No te vas a vivir a Dinamarca para que sea igual que Lima, no te casas con tu novia para que cocine igual que tu mamá, no te compras un disco de Juanes para que suene igual que Leo Dan. Las cosas serán siempre mejores, peores o simplemente distintas, de modo que se ruega no romper las pelotas con el ñeñeñé de "¡No es igual!".

Cágate de la risa. Encuentra, como carajo sea, el lado tragicómico de las cosas. En enero del año pasado, la Sunat me embargó la cuenta bancaria en que me acababan de depositar varios meses de sueldo adelantados, (en señal de buena fe). Era una situación tan ridículamente desgraciada que constatarla me produjo el más brutal ataque de risa.

Sea que aparezcan en las sienes, en el pecho o en la barba, las canas son y serán siempre muy cool. Las únicas canas que están prohibidas son las que crecen por debajo de la ropa interior. Esas sí que son cero glamour.

No importa si la mayoría te considera antipático o si a todo el mundo caes mal, solo preocúpate de llevarte de maravilla con los ancianos, los niños y los perros.

Gánate alguna vez en la vida los frejoles desempeñando algún trabajo físico. Te garantizo que después de un mes como obrero descubrirás que eso que llaman "el trabajo intelectual" de superior no tiene nada.

Toma mucho vino pero no fumes demasiada marihuana: el mundo no necesita más hippies calvos don't worry be happy con los ojillos reventados.

Vuelve a confiar en la gente. No en la misma, claro: en otra. No importa cuántas veces te lluevan cuchillos. Vuelve a confiar en la raza humana o intérnate de una buena vez con tu paranoia en el Larco Herrera.

Prueba elogiar a alguien que haya llenado una página entera insultándote: Di, por ejemplo: he leído el libro de poesía de Jerónimo Pimentel y me ha parecido de una belleza sublime. Constata esa tenue y exquisita placidez con que la generosidad premia tu espíritu.

No te avergüences de estar jodido, oscuro o triste, nada como el infortunio para saber, por fin, quién chucha eras en el fondo.

Ten paciencia con los consejos de tus mayores: los consejos son una forma más o menos inútil de la nostalgia y también la única manera de rescatar tu pasado del basurero, limpiarlo, repintarlo y reciclarlo en la bobita ilusión de que algún día le sirva de algo al peatón al que le toque cruzar esta calle después.

viernes, 12 de agosto de 2011

10 Mandamientos

Hijas mías, comparto con ustedes este video.

Porque desde siempre soñé con que fueran mujeres hermosas pero que su belleza transcendira al tiempo.
No se cuando vean este mensaje, pero estamos 12 de agosto 2011 y tu Valentina tienes 6 años y tu Luciana tienes 2 y medio.
Leanlos una y otra vez si es necesario, memorícenlos uno a uno y llevenlos a lo largo de sus vidas como himno.
Sean integras y no tengan mido a hacer lo que quieran, decir lo que piensan, y amar libremente.
Mientras más felices sean, mas realizada me haran sentir y mas orgullosa estaré de ustedes.
Sabré al verlas sonreir que no fallé, sabre cuando las vea irreverentes y desatadas que hice lo correcto. Sabre cuando las vea ser como son y que los demás las quieren justamente por eso… que cada cosa que hice por ustedes fue valioso.
Las amo, por sobre todas las cosas y por encima de cualquiera en el mundo. Y no me canso de repetirles de que son lo mejor y mas grande que me pasó en la vida. No hay más.
Donde esté yo, estará su hogar. Y no habrá lugar más seguro, pero a pesar de eso les enseñaré a luchar y a enfrentar la adversidad.
Si son fuertes y felices, entonces la razón por la que estoy viviendo valdrá la pena.